Generaciones

Setting boundaries at work: compromise or self-exploitation?


En las últimas semanas he estado trabajando con un grupo de líderes y empleados de una empresa automotriz internacional. En las sesiones, todos ellos nacidos en los años 80 —la llamada Generación X tardía o Millennials mayores—, surgió un tema recurrente: las diferencias con las y los más jóvenes en la forma de entender el compromiso y cómo poner límited en el trabajo. (Me pregunto qué hubiera pasado si los coachees hubieran sido quienes hoy rondan los 25 a 30 años, los Millennials jóvenes o Generación Z temprana. Probablemente el tema hubiera sido la dificultad de sus superiores para poner límites en el trabajo.)

Los participantes compartían con cierto desconcierto (y, en ocasiones, frustración) que las nuevas generaciones no están dispuestas a sacrificar su bienestar físico o mental por la empresa. “Si se sienten cansados, no van a trabajar. Si les duele el dedo gordo del pie, tampoco. Nosotros íbamos aunque estuviéramos a punto de que nos explotara el apéndice”, decía uno de ellos.

Al mismo tiempo, contaban sus propias realidades: no haber tomado vacaciones en dos años, jornadas de 10 o 12 horas, trabajo los fines de semana, y una dificultad enorme para delegar o confiar en otros. Había orgullo en demostrar entrega, pero también un trasfondo de desgaste y agotamiento evidente.

Escuchándolos, recordé mis primeros años de trabajo. Allá por 2009, empecé en mi pueblo en una compañía de publicidad como traductora. No tenía demasiadas ganas de estar ahí, pero tampoco tenía otra cosa que hacer. Durante la entrevista, advertí a mi jefe que estaba acabando un curso que me tomaría varias horas a la semana. Le propuse tres opciones: que me descontara el sueldo, que me diera horas extra los días que sí pudiera, o que no me contratara. Me contrató igual y aceptó que recuperara esas horas más adelante.

Tiempo después llegaron las Blackberries. Una por trabajador, el gran “beneficio” de la época. Yo intuí enseguida que aquello era para tenerte disponible fuera de la oficina, así que le dije directamente que no la quería. Y que si me la daba, la iba a apagar nada más salir del trabajo. No me la dio, pero tampoco me echó.

Lo cuento porque, aunque han pasado más de 15 años, el dilema sigue siendo el mismo: dónde ponemos el límite entre compromiso y disponibilidad absoluta. Las personas que atendí en las sesiones lo expresan desde el sacrificio extremo; los jóvenes, desde el autocuidado casi inflexible.

Lo interesante es que, vistos en conjunto, ambos extremos resultan problemáticos. Vivir sin descanso no es una medalla al compromiso, es autoexplotación. Pero tampoco es sostenible construir confianza si cualquier malestar se interpreta como motivo para ausentarse.

Más allá del choque generacional, lo que realmente está en juego es cómo redefinimos hoy el “compromiso laboral”. ¿Se mide por la cantidad de horas y sacrificios, o por la capacidad de dar lo mejor de uno mismo en un marco de equilibrio?

Quizá no se trate de elegir entre ser “workaholic” o “flojo”, sino de crear culturas de trabajo más inteligentes: que valoren la responsabilidad, sí, pero también la salud y el bienestar como condiciones necesarias para sostener el compromiso en el tiempo.

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